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lunes, 4 de noviembre de 2013

El drama de ser funcionario en Lisboa

El empobrecimiento progresivo de los empleados públicos portugueses, símbolo de una clase media que se hunde día a día en una vida cada vez peor.
Catarina Marcelino tiene 42 años, es funcionaria en el Ayuntamiento de Lisboa, vive en las afueras, va y viene en barco todos los días, tiene una carrera universitaria, un coche, un marido que estuvo parado pero que ahora se las arregla con empleos pequeños y un hijo al que la abuela recoge de la guardería todos los días. Ingresaba al mes, por su sueldo, antes del ciclón de la crisis, cerca de 1.300 euros al mes, más dos pagas extras. Ahora gana alrededor de 1.000 y solo percibe la extraordinaria de Navidad (la de verano se la diluye el propio Gobierno en los doce sueldos mensuales a fin de amortiguar el impacto de los recortes). Año a año, presupuesto del Estado a presupuesto del Estado, ve cómo su salario mengua y su vida se empobrece y empequeñece, hasta casi ahogarla.
El próximo presupuesto general del Gobierno portugués del conservador Pedro Passos Coelho prevé una nueva rebaja en el sueldo de los funcionarios, que afectará a todos aquellos que ganan más de 600 euros, más o menos el 90% de todos los 700.000 empleados públicos de Portugal. El Parlamento, entre protestas en la calle, dio el viernes el primer visto bueno a este proyecto con los votos favorables de la coalición gubernamental de centro-derecha y el rechazo de la oposición. Y lo aprobará, con los mismos votos, el próximo día 26.
Eso significará que Catarina Marcelino verá cómo su ya escurrida nómina se reduce, aún más, en casi 80 euros, según alguna de las tablas que la prensa portuguesa no deja de publicar en lo que ya casi constituye un nuevo género periodístico luso surgido con la crisis. En un país con un 17% de paro, hay muchos que lo están pasando peor, pero tal vez nada describa más acertadamente la potencia destructora de esta recesión económica en Portugal que la progresiva depauperación de su clase media, la gran perdedora de este tiempo que no acaba, reconvertida en clase media-baja sin perspectivas de mejora a medio plazo, abocada a ir renunciando a una calidad de vida que parecía garantizada.

Catarina Marcelino lo ejemplifica, con tristeza y rabia mezcladas, hablando del tupper diario: “Antes yo comía en una tasca cercana al trabajo. Barata, pero era una tasca. Ahora no puedo gastar esos tres o cuatro euros diarios. Ahora me llevo la comida de casa, que me hago el día anterior, después de atender a mi hijo, en el tiempo que antes dedicaba a mis cosas. Es simbólico. Es injusto y me desespera”. Ya no compra libros (“nos los intercambiamos, releo los clásicos que andaban por casa”) ni periódicos (“antes lo compraba siempre, ahora es un lujo, y eso me deprime”) y cuenta que hay amigos universitarios de su misma clase social que han decidido ya que no van a aspirar a que sus hijos vayan a la universidad: “Argumentan que cuesta mucho dinero, que no merece la pena y que no es una inversión segura”. Pertenece al Sindicato de los Trabajadores de la Función Pública y trata de arañar tiempo a todo para reivindicar y luchar contra este destino aparentemente imbatible de recortes sin fin: “Creo que los sindicatos tienen que defender más a la clase media. Por eso me afilié”.
También en Lisboa, la profesora de Literatura Francesa y Estudios Feministas de la Universidad Nova Teresa Almeida, de 61 años, echa cuentas, con una sonrisa amarga. En 2011 cobraba 2.800 euros y tenía dos pagas. Ahora gana 2.300 y solo una extra. Y el año que viene cobrará 2.150. Con otra sonrisa, a la pregunta de en qué cambió su vida en el día a día, responde: “En todo. Una amiga mía dice que ya vamos a El Corte Inglés [en el centro de Lisboa hay uno] como el que va a un museo, a mirarlo todo sin tocar nada”. Está separada, y su hija y su yerno, con trabajos precarios o sin trabajo, viven casi a su costa. “Con mi nieto, somos cuatro a comer siempre. Así que en el supermercado solo se compran marcas blancas. No me compro ropa desde hace años. Ya no compro los libros que antes solía comprar para completar mi formación”. Y añade: “No me gusta quejarme, porque sé que hay muchos que lo pasan peor. Y yo por lo menos tengo a mi hija cerca. Otras muchas amigas mías han visto cómo sus hijos se van a Brasil o a Angola. Y conozco amigas deprimidas por esta pobreza repentina que no salen de casa. Yo me niego a eso”.

En la misma universidad, la profesora de alemán Clarisse Afonso, de 67 años, soltera, con un sueldo parecido (y unos recortes parecidos), asegura que, más allá de haberse olvidado de la tarjeta de crédito, de viajar, de cambiar el coche de 10 años y de comprar ropa, y de tener que ayudar algo a su madre pensionista —a quien retiraron las subvenciones en el metro y en las cantinas de los centros de día—, los sucesivos mordiscos en su salario no le han revolucionado la vida. Pero teme un futuro que parecía conquistado hace años: “Me jubilaré a los 70 años. No podré trabajar más tiempo. Y las pensiones las están recortando. Yo trabajo aún para que me quede la mayor pensión, para que mi vida no sufra demasiado. Porque, aunque no soy especialmente pesimista, sé que esto no va a cambiar para mejor, sé que nos quedaremos así”.

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